“Es que hoy en día uno quiere mucho más a los hijos. Te aseguro que mi abuelo no quería tanto a mi padre”, dijo una noche el flamante progenitor de dos niños mientras terminaba su cerveza.
La aseveración me dejó pensando. Pasaron los meses y no se me fue nunca de la cabeza. La mezclé con el experimento que me hizo hacer N unos años atrás. Mi amigo N había tenido a su primera hija y estaba literalmente en llamas de amor. Me contó segundo a segundo lo que sintió en el parto y me dijo:
“Es lo más heavy que me ha pasado en la vida. Mucho más que cualquier droga. Pregúntale a cualquier hombre y te dirá eso. Pregúntaselo a tu papá”.
Esa última frase me dio risa. Tenía clarísimo lo que me iba a encontrar cuando fuera a preguntarle a mi papá que qué era lo más “heavy” que le había pasado en la vida. Y para allá partí.
– “Hmmm, creo que cuando descubrí el campamento del Che Guevara”, me dijo después de pensarlo un rato.
– Vamos papá, dime otra cosa.
– “Hmmm. Bueno, cuando descubrí que habían asesinado al Che y que no había muerto en combate, como decían los militares”, contestó.
– “¡Pero papá, eso era trabajo, busca otra experiencia más existencial!”, lo urgí
– “A ver….¿Cuando naufragué aferrado a la tabla de windsurf en medio de Pacífico?”, me preguntó ya medio aturdido.
– “¡Pero no!, tienes que decir que cuando fuiste padre”
– “¡Ah!, pero eso era parte de la vida misma”, dijo como si nada.
Que nadie se escandalice. Yo viví la escena como lo más normal del mundo y mi hermana, cuando se la conté, se echó a reír. Nada de traumas. Porque mi viejo pertenece a la generación donde tener hijos era parte del guión existencial, entonces, lo de ser padre no viene a ser para él como lo más “heavy” que le ha pasado ya que sabía que le iba a pasar.
No dudo ni por un momento que ama a sus hijas y que esto ha sido algo muy importante en su vida, pero mi papá, como muchas otras personas, siempre supo que esta ola venía y el factor sorpresa ha sido más “heavy” en su vida.
Yo en cambio soy de otro lote. La idea de la maternidad permaneció estacionada en algún rincón de mi cabeza por años a la espera del llamado instinto maternal que se negó a llegar. Mis amigos procreaban y yo ni cosquillas. Entonces me fui de Chile, dejé pariendo a toda mi gente y caí en una tierra de maternidad esquiva que me vino como anillo al dedo. No pensaba en niños. De echo, me aburrían profundamente. El instinto maternal nunca llegó y la satisfacción con la vida que llevaba sin hijos se mantenía incólume.
Decidirme a ser madre ha sido un gran tema. Jamás fue algo que esperé durante años o con lo que fantaseé. Nunca tuve pololos con lo que especulé acerca de hijos o le puse nombres a los hipotéticos niños. Nunca. Conozco mucha gente que ha renunciado a la maternidad y están muy tranquilos, son buenas personas y viven si amargura. Muchas veces me pensé más en ese grupo que en el que estoy ahora.
Entonces, tener un hijo vino a ser una inversión emocional más que un llamado de la naturaleza. De natural, nada. De instinto, las huifas. La maternidad ha sido una de las decisiones más pensadas y conversadas que he tomado en mi vida. Tanto como para considerarlo lo más “heavy” que me ha pasado hasta ahora ya que nunca me imaginé que este momento llegaría ni cómo me iba a afectar.
Soy devota a 57 cms. de vida, giro entorno a 4 kilos 200 gramos de existencia. Cuando mi hijo duerme no hago más que mirar las fotos que le he sacado durante el día y son contadas las ocasiones en que con mi pareja hablamos de otra cosa que no sea del niño.
Antaño la procreación no era una opción. En el minuto que podemos optar, toma otro peso. No sé si se quiere más a los hijos ahora que antes, pero en mi caso, de haber tenido hijos como parte de un guión, sin pensármelo, creo que no habría visto la vida con la nitidez que la veo ahora.