“¿Y lo quieres tener?”

Cuando crucé el umbral de esa oficina pública, en la calle hacía un calor infernal. Era pleno mes de agosto y Barcelona dormitaba entre la humedad y los comercios cerrados. La mujer con delantal blanco, que aquí toma el nombre de comadrona, me hizo pasar y mientras entraba le dije que creía estar embarazada.

“¿Y lo quieres tener?”, me soltó de vuelta.

La pregunta fue su reacción natural. Le salió como esas respuestas automáticas que parecieran haber abandonado el contenido a lo largo de su existencia, una pregunta sin peso. Me miraba serena. Yo sostenía su mirada alucinando con su naturalidad, intentando buscar algún rastro inquisidor, algo acusativo, como si tanta tranquilidad me generara una desconfianza atávica y en cualquier momento me saltarían encima los fanáticos de algún movimiento pro vida.

 

Pero no. Genuinamente me lo estaba preguntando, como quien le lee sus derechos a un detenido: “Tiene derecho a abortar si le parece”.

“Sí”, le contesté.

“Pues felicitaciones”, me dijo y comenzó a sacar fichas y formularios y hacerme preguntas en una coreografía médica que sabía de memoria. Si le hubiese contestado que no, que no deseaba ese embarazo, seguramente la danza de papeles hubiese sido igual pero con formularios de otros colores.

La mujer seguía ágil, con la misma alegría y tranquilidad con la que me llevaba atendiendo hacía 5 minutos. Yo estaba aturdida, con toda mi chilenidad a cuestas.

Durante los años que llevo aquí me he tomado un par de veces la píldora del día después en el consultorio de mi barrio sin mayores problemas y he conocido personas que hablan del aborto sin rollos ni dramas, sino como una opción más.

Por eso impresionó que la actitud de la comadrona me descolocara. No es que en España no haya problemas con el aborto o la píldora del día después. No es que en España no haya movimientos de católicos radicales en activo criminalizando los derechos reproductivos. Pero el sentir la tranquilidad y la disposición de un profesional, el vivir en carne propia que te traten como a un adulto y que la responsabilidad es tuya mientras el Estado te ampara es algo que, sexualmente hablando, no había vivido.

No supe cómo explicar mi asombro hasta que en diciembre pasado fui de vacaciones a Chile y asistí al pobre debate del aborto terapéutico. Las insolencias, la misoginia, la ignorancia y el fanatismo religioso por sobre el laicismo, por sobre la mujer, por sobre mi vida me recordó que ese era el escenario en el que yo había crecido. Ese era el país y el discurso que estaba acostumbrada a escuchar y que había calado tan hondo en mis derechos más íntimos que, sin darme cuenta, me sorprendí cuando me trataron con dignidad.