A secas con la droga

La primera vez que supe de ellos fue en un festival de música. Allí, entre los distintos kioscos de poleras y comidas había uno con un letrero que decía: Energy Control. Algunos miraban folletos, otros hacían preguntas a los voluntarios que atendían el stand y otros esperaban el resultado de algo que ocurría en una parte que no se veía.

Los folletos eran todos acerca de distintas drogas, de maneras seguras de consumirla, de los riesgos sanitarios asociados, etc. Los voluntarios mantenían conversaciones con cero tono de moral, sino que eran informativas, respondían a las preguntas con tranquilidad y sin condena ni promoción. Los que esperaban “el resultado” era el del análisis de la pastilla que se iban a tomar para entrar al concierto y querían ver si estaba bien o estaba muy adulterada por otras sustancias más riesgosas.

“Actualmente, el control de la calidad de la droga lo tienen los traficantes y eso conlleva un riesgo muy alto a los consumidores”, me dijo el chico.

Energy Control es una ONG. Como dice en su web son “un colectivo de personas que, independientemente de si consumimos o no, estamos preocupados por el uso de drogas en los espacios de fiesta de los jóvenes, y ofrecemos información con el fin de disminuir los riesgos de su consumo”. Se instalan en espacios de ocio como festivales y grandes recitales.

Están financiados por varios organismo, muchos estatales y europeos. Tienen campañas como advertir a los consumidores de cocaína a que hagan su propio tubo para aspirarla y no lo compartan ya que puede ser contagioso, hasta invitar a los consumidores habituales de esa droga ha hacerse un cocacheck.

En la verbena electrónica

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Hace cerca de un mes, en Berga (Cataluña), se celebró la Patum, una fiesta popular delirante, alegre, colectiva y, por sobretodo, explosiva. Así como en los San Fermines sueltan a los toros, en Berga sueltan a su propia fauna armada de fuego y todos corren, cantan y celebran. En ambas fiestas, el forastero viene atraído por ese espíritu colectivo y fugaz que reivindica el derecho a la anarquía durante unos días.

Algo de eso tiene el Sónar. Una suerte de carnaval donde las huestes electrónicas y fiesteras se desplazan hasta Barcelona para entrar en este paréntesis que se clava de pleno en la realidad. Las pintas son una delicia, la reacción frente a cada espectáculo, otra.

Anoche tocaron los Madness y en el horizonte de brazos en alto que saltaban al son de A house in the middle of the street…, se veía la espada del Jedy y más allá ¡un par de muletas!. El cojo saltaba, enarbolándolas por sobre de la masa, convertida en un sólo coro.

Unos metros más allá, otra horda saltaba y bailaba al ritmo de la francesa Yelle; no pocos jugaban a los coches de choque en una pista emplazada en mitad de la Fira 2 con dj incluido que a ratos soltaba sonidos agobiantes como marcar papel de plata. Chiringuitos de frutas, crepes, bollos entre concierto y concierto y la sabia idea de tener a los Energy Control para que los que se quieran drogar, sepan qué se meten.

Los Justice, con su electrónica dura y pesada, con astutos samplers, sin mirar al público ni una sola vez y bajo su emblemática cruz, registraban a sus feligreses en una suerte de misa al revés (¿o al derecho?): un rito tremendo y agobiante con una multitud en trance. Igual a la que bailaba con Róisín Murphy en la plaza de al lado, que veía a una diva desplegando moda, talento y carisma.

Todos contentos, todos salidos y afuera del recinto, un despliegue de venta de camisetas, cervezas, cubatas, bistutería y bocatas que, de no ser por la experiencia que acabas de vivir, creerías que estás en las fiestas mayores de tu barrio.