Su madre quiso que llevara el nombre de la capital del Tíbet: Lhasa. Creció en el nomadismo por el que optaron sus padres- un escritor mexicano y una fotógrafa estadounidense- montados en una antigua liebre escolar, junto a sus tres hermanas, una tortuga y varios perros, gatos y loros. Lhasa de Sela crecía con el principal desafío de expresarse artísticamente. Nada de memorizar ecuaciones ni prepararse para la universidad.
Así que fue forjando su voz: siempre intensa y frágil, en un extraño tránsito entre el desgarro, la lágrima y el desvanecimiento. El castellano, el francés y el inglés fueron sus lenguas.
Ya famosa y con dos discos súper conocidos –La Llorona y Living Road– hace unos años pasó por Barcelona e hizo uno de los conciertos más conmovedores que he tenido la posibilidad de ver. Contó que cuando chica había hecho algo malo. Muy malo. Sus hermanas la pillaron in fraganti y para que sus padres no se enteraran ella debería ser su esclava. Sólo así guardarían el secreto. Pasó semanas abriéndoles las puertas para que pasaran, haciéndoles sandwiches, preparándoles la cama, y un largo y humillante etcétera que se acabó cuando la niña no lo aguantó más, partió decidida a contarle la falta que había cometido a su madre y ésta, muy inteligentemente, la felicitó por haberse liberado de la culpa…el peor de los cánceres. Lhasa respiró tranquila, se sintió liberada como nunca y aprendió una lección que no se borraría jamás de su espíritu.
Años más tarde la plasmaría en una canción: La Confesión. Aquella noche en la Sala Apollo de Barcelona, invitó a todo el público a pensar en lo más malo que habíamos hecho, en esa espina clavada en el corazón que te eclipsa la conciencia. Cuando llegara el coro -que son sólo la la la las– deberíamos cantar a todo pulmón, a modo de gritar nuestra culpa y dejarla partir. Si no se vino abajo el techo de ese antiguo teatro de variedades en el centro de la ciudad fue un milagro. Todos gritábamos, todos chillábamos sacándonos años de miserias tontas que guardábamos como un viejo mezquino que atesora monedas bajo el colchón en vez de disfrutarlas con su gente.
Violeta Parra, Chavela Vargas, Billie Holiday, Amália Rodrigues, Maria Callas fueron la banda sonora de su infancia. Sus versiones de viejas canciones mexicanas son un placer. Qué decir de otros temas de amor que sin su voz no se entenderían. He venido del desierto a reírme de tu amor , escupe en una. O Tuve que perderme para llegar a tu lado.
Es una de las voces femeninas más conmovedoras del siglo y a los 37 años, antes de irse sin aspavientos- la dejó estampada en tres magníficos discos y centenares de conciertos, para quienes tuvimos la suerte de verla en vivo.
Nunca es tarde para despedirse. Lhasa de Sela murió el 1 de enero de este año, mientras gran parte de occidente resoplaba la resaca de la noche anterior. Llevaba casi dos años lidiando con un cáncer de pecho que finalmente le arrebató la vida. Durante la larga noche de la enfermedad, incluso hizo un último álbum – Lhasa – extrañamente entero en inglés.
Según el crítico inglés Charlie Gillett, si Nico y Leonard Cohen hubiesen tenido una hija, ésta habría sido Lhasa.