Cuando la palabra está mejor vacía

Las razones por las que alguien puede destrozar un libro no siempre están asociadas al fanatismo religioso, político, vicioso (¡la de biblias deshojadas para liar un porro!) o amoroso (esta última categoría la agrego a raíz de la historia de una chica que le rompió una novela de Pérez-Reverte en la cabeza a un novio impávido. Desconozco si la elección del autor fue a posta).

No defendería ninguna de las razones antes citadas aunque las dos primeras me dan ira y las siguientes risa. Pero cuando al destrozar un libro lo conviertes en un arte, ¿es lícito?, ¿es más lícito?,¿Por qué?, ¿Porque el fin justifica los medios?. Como diría Silvio y su llanto nuevo, ¿hasta dónde ponemos practicar las verdades?.

Por citar algunos ejemplos de quienes hacen harina de un libro para convertirlo en arte están los trabajos de la escocesa Georgia Russell y la inglesa Su Blackwell. En lo personal, me asombra que se pueda hacer arte, hermoso, conmovedor y cuasi epifánico reciclando la técnica artesanal de trabajar el papel para elevarlo a una escultura cuyo contenido encierra un espejo.

Ahora bien, con qué criterios es legítimo -si esa es la palabra correcta- que un libro se vaya a las creativas manos de un artista y no se quede mejor alojado en la estantería de un hogar o de una biblioteca. Claramente no un incunable. ¿Un Pérez Reverte?, ¿Un Coello? o ¿depende del artista o del escritor?