Hace cerca de un mes, en Berga (Cataluña), se celebró la Patum, una fiesta popular delirante, alegre, colectiva y, por sobretodo, explosiva. Así como en los San Fermines sueltan a los toros, en Berga sueltan a su propia fauna armada de fuego y todos corren, cantan y celebran. En ambas fiestas, el forastero viene atraído por ese espíritu colectivo y fugaz que reivindica el derecho a la anarquía durante unos días.
Algo de eso tiene el Sónar. Una suerte de carnaval donde las huestes electrónicas y fiesteras se desplazan hasta Barcelona para entrar en este paréntesis que se clava de pleno en la realidad. Las pintas son una delicia, la reacción frente a cada espectáculo, otra.
Anoche tocaron los Madness y en el horizonte de brazos en alto que saltaban al son de A house in the middle of the street…, se veía la espada del Jedy y más allá ¡un par de muletas!. El cojo saltaba, enarbolándolas por sobre de la masa, convertida en un sólo coro.
Unos metros más allá, otra horda saltaba y bailaba al ritmo de la francesa Yelle; no pocos jugaban a los coches de choque en una pista emplazada en mitad de la Fira 2 con dj incluido que a ratos soltaba sonidos agobiantes como marcar papel de plata. Chiringuitos de frutas, crepes, bollos entre concierto y concierto y la sabia idea de tener a los Energy Control para que los que se quieran drogar, sepan qué se meten.
Los Justice, con su electrónica dura y pesada, con astutos samplers, sin mirar al público ni una sola vez y bajo su emblemática cruz, registraban a sus feligreses en una suerte de misa al revés (¿o al derecho?): un rito tremendo y agobiante con una multitud en trance. Igual a la que bailaba con Róisín Murphy en la plaza de al lado, que veía a una diva desplegando moda, talento y carisma.
Todos contentos, todos salidos y afuera del recinto, un despliegue de venta de camisetas, cervezas, cubatas, bistutería y bocatas que, de no ser por la experiencia que acabas de vivir, creerías que estás en las fiestas mayores de tu barrio.