La pastilla más famosa y revolucionaria de la historia ya es abuela. Los anticonceptivos fueron aprobados en Estados Unidos el mismo año (1960) en que el terremoto de Valdivia remecía el territorio y un tsunami barría buena parte del sur. Dos años después el fármaco aterrizaba en el país, en pleno gobierno de Jorge Alessandri Rodríguez, el primer presidente de derecha votado en Chile.
La píldora llegó a las farmacias sin que nadie chistara y las mujeres con poder adquisitivo comenzaron a consumir en silencio uno de los mayores hitos de la revolución sexual femenina. Finalmente eran dueñas de su sexualidad.
Al resto de las chilenas les llegó la ‘modernidad’ cinco años después, cuando Eduardo Frei Montalva decretó su distribución gratuita en consultorios, además de los DIUS (dispositivos intrauterinos) y esterilizaciones en casos justificados.
En Chile no hubo polémicas ni querellas ni recursos constitucionales. Hasta la Iglesia Católica dio su beneplácito. Todo porque un dato aterrador eclipsaba a la sociedad: más de 600 chilenas morían al año por abortos caseros. Por eso el tema se trató como un problema sanitario y de planificación familiar y no como un elemento de emancipación de la mujer ni mucho menos de derechos sexuales o libertades individuales. Mientras en el primer mundo se enarbolaba el amor libre, Chile no parecía enterarse de la revolución que se estaba viviendo.
Las muertes por abortos “nos convertían en uno de los países con mayor índice de mortalidad femenina. La mayoría eran madres con varios hijos. Pese a que el condón existía hacía tiempo, los chilenos se negaban a usarlo y las mujeres se veían desbordadas con tantos niños”, cuenta Verónica Báez, quien fue presidenta del Colegio de Matronas por un lustro en los ’80 para luego pasar al Sernam.
“El debate fue muy civilizado y con altura de miras. Todos los actores tanto nacionales como internacionales estaban claros, ya que no se podía seguir con esta cantidad de ‘muertes inducidas’. Así lo entendió la propia Iglesia, las mujeres de todas las clases sociales y credos religiosos e instituciones tales como el SNS y la Aprofa (Asociación Chilena de Protección de la Familia)”, explica la historiadora Ximena Jiles, autora del libro De la miel a los implantes: Historia de las políticas de regulación de la fecundidad en Chile.
Hasta el cardenal Raúl Silva Henríquez acogió positivamente el programa estatal y ante la poca claridad de que si los anticonceptivos eran abortivos, cancerígenos o esterilizadores…, dijo: Ley que duda no obliga. Si es bueno para el pueblo, hágalo. Mientras el Vaticano articulaba la postura que impera hasta hoy —ni anticonceptivos ni preservativos, sí a la abstinencia y al método de Knaus y Ogino, que se ajusta a los días de mayor fertilidad femenina— Chile se convertía en uno de los primeros países en promover la anticoncepción. Coincidía en que las mujeres, ya integradas en el mundo laboral, venían ganando espacios desde la conquista del voto (1935), el derecho al aborto terapéutico (1931) —ilegalizado hasta ahora por la Junta de Gobierno en 1989—, la asignación del pre-natal y la jubilación femenina tras 25 años de trabajo (1964).
Según Jiles, durante los sesenta hubo “presión de las propias mujeres y de las organizaciones femeniles. Por ejemplo el Memch (Movimiento de Emancipación de la Mujer Chilena), que desde 1935 había luchado por la introducción de los medios anticonceptivos y a favor de la legalización del aborto bajo condiciones justificadas. Aprofa jugó un importante rol para persuadir a las autoridades del gobierno de turno. Por otra parte, Frei Montalva tuvo el olfato político y fue precursor al adoptar una política pública de paternidad responsable”.
“La píldora generó un cambio profundo en la sociedad. La idea de tener una familia planificada proviene de allí”, concluye Amparo Claro, quien fue coordinadora de la Red de Salud de las Mujeres Latinoamericanas y del Caribe por dos décadas. “A nivel sicológico también se produjo una transformación importante. La mujer comenzó a manejar su sexualidad”.
EE.UU. jugó un rol clave. A través de la Alianza para el Progreso, Kennedy impulsó una política para toda la región (menos Cuba) destinada a frenar la explosión demográfica de Latinoamérica. El lema era: “Cinco dólares gastados en control de la natalidad producen más para el desarrollo que 95 dólares en inversiones y servicios”.
Por este motivo, la única oposición vino de la izquierda que lo consideraban parte del intervencionismo yanki, destinado a mermar la población, ya que la píldora se importaba desde allí.
El mismo ’67, Santiago celebró la 8ª Conferencia de la Federación Internacional de Planificación Familiar. Médicos de 80 países llegaron para abordar ‘la cuestión sexual’. Los universitarios asistieron activamente y según recogió un diario, los expertos quedaron impresionados ante la ignorancia de los estudiantes, que ‘hicieron preguntas primarias e ingenuas’. Para los organizadores, la gran reivindicación sexual de los jóvenes era: ‘que los padres se pronuncien si las niñas deben o no conservar la virginidad’.
Otra suerte corrió la píldora del día después. Apareció por primera vez durante la misma conferencia del ’67 bajo el nombre de ‘píldora del arrepentimiento’. Hasta que se sintetizó, a comienzos del 2000, los ginecólogos recetaban el método de Yuzpe, un cóctel hormonal que producía el mismo efecto. Llegó a Chile y se vendió tranquilamente en farmacias hasta que Michelle Bachelet, en 2006, legalizó su distribución gratuita en consultorios. Entonces ¡quedó la escoba! El hecho desató la ira de los católicos más tradicionales, quienes se trenzaron en un debate para determinar si era o no abortiva. Disputas, polémicas en televisión y a través de la prensa. Medio país tomó bando. La Iglesia defendió el ‘derecho a la vida’ mientras los jóvenes protestaban en las calles por el derecho a la gratuidad del fármaco… Lo mismo ocurría en EE.UU., pero con Bush en el otro bando. En medio de la tole-tole hubo quienes quisieron borrar también de la salud pública a la cincuentona píldora anticonceptiva y los DIUS por ser posiblemente abortivos. Hasta el Tribunal Constitucional llegó el gobierno. La píldora del día después fue retirada del comercio. No había forma legal de conseguirla. Las demostraciones de rechazo en las calles continuaron. Incluso el tema llegó a la campaña presidencial, siendo parte fundamental en los debates entre los candidatos. Finalmente, el lunes 18 de enero posterior al triunfo de Piñera, la píldora del día después se legalizó vía decreto. Fue el término de una encarnizada lucha entre gobierno, SNS y movimientos femeninos contra grupos pro familia y la Iglesia Católica.
Para el senador DC Mariano Ruiz Esquide, miembro de la Comisión de Salud del Parlamento, la clave de que ambas píldoras hayan levantado ruido, una más que otra, tiene que ver con que las dos coincidieron con períodos de renovación política. “La primera vino tras un gobierno conservador, el de Alessandri y la anticoncepción de emergencia llegó con la Concertación, después de 17 años de dictadura. La gran diferencia entre los procesos es que hoy se ideologizó más la discusión y los sectores tradicionales han sido más duros”.
Ha pasado medio siglo y todavía la píldora —la abuela y la nieta— sigue causando revuelo.