Cuando me casé por papeles

 

Al igual que la bella Denisse, yo tampoco pensé que me casaría en la vida. Nunca. Jamás. Me parecía una cursilería y un gastadero de plata para todo el mundo. Me fui de Chile, me instalé en Europa y con mi sudamericana existencia me convertí en occidental de segunda clase.

Hice todos los chanchullos inimaginables para alargar el visado de falsa estudiante que tuve por un par de años. Hablé con abogados, inmigrantes, locales y reporteé hasta el fondo mientras el gobierno de aquel entonces criminalizaba la inmigración y ponía todas las trabas posibles para poder vivir medianamente tranquila. Descubrí que me podían hacer una oferta de trabajo ficticia y con ella tramitar los benditos papeles para poder conseguirme un trabajo real. Una voltereta extraña pero en la Madre Patria, igual que donde sus vástagos, es más fácil conseguir una pega sin contrato que una con.

Me conseguí la anhelada oferta falsa pero una trágica mañana de invierno se estrelló en moto y murió. Luego llegó otra oferta de trabajo falsa pero resultó ser un cuarentón otoñal que quería pinchar conmigo más que ayudarme. Igualito al argumento de un culebrón: aprovechándose de la huasa.

Paralelamente a esto mi visado de estudiante estaba por vencerse y mi europeo ad hoc me decía: “venga ya, casémonos y se acaba el problema”. Yo me negaba indignada. No me iba a casar en la vida y mucho menos con mi novio.

Hasta que las opciones se acabaron junto con la legalidad de mi carnet de estudiante y tuve que agachar el moño y pedirle matrimonio a mi chico. “Tranquila, esto es una decisión política”, me dijo en un acto extrañamente romántico.

Tras otra investigación nos dimos cuenta que lo más rápido y fácil era casarse en Chile y luego legalizar la unión en España. Llamé a mi hermana y le hice jurar y rejurar que no podía contarle a nadie que me casaba, sobretodo a mi padres, y que me pidiera hora en el registro civil. Sabía que si a mi mamá le daba un margen de una semana era capaz de organizarme la boda real.

Aterrizamos en Santiago una soleada mañana de enero. Era miércoles y mis padres nos esperaban nerviosos e ilusionados por conocer a mi pololo. Les íbamos a contar que tenían un matrimonio en dos días más pero la ansiedad hizo que nos bajáramos una jarra de pisco sour en media hora y quedamos todos roncando al rato.

Pasó el día. Yo pretendía estar relajada. A mí esto de casarme me daba lo mismo pero estaba súper nerviosa ante la reacción de mis viejos. Me repetía a mí misma que mi familia lo iba a entender, que siempre terminan entendiendo todo. Mi hermana y mi cuñado esperaban ansiosos el minuto de nuestra revelación y mi papá y mi mamá estaban cada vez más tranquilos al darse cuenta que su hija menor vivía con un hombre bueno.

Hasta que llegó la noche. Estábamos sentados en el comedor y mi novio, al que toda esta historia le divertía mucho, comenzó con un largo discurso en el que hablaba de la “histórica lucha de los sedentarios contra los nómades…de la fortaleza Europea…de la criminalización del tránsito de personas…y es por eso que les pido las manos (sic) de la Angelita”.

Mis papás llevaban un buen rato tratando de entender el rumbo de este discurso migratorio y miraban mareados. Entonces rematé:

Nada, que nos casamos pasado mañana y si quieren van”.

Nunca en la vida ví a mis papás más sincronizados. A los dos se les cayó la jeta al mismo tiempo. Mi hermana no sabía si estallar en carcajadas o llamar una ambulancia. Hubo un silencio eterno hasta que mi mamá se dirigió al bar, vació una botella de whisky en dos vasos – uno para ella y otro para mi viejo- y se volvió a sentar.

¡¿Qué?!”, soltó.

Yo traté de explicarle que estaba ilegal y que me iba a casar para dejar de estarlo. En su cabeza no entraba que su hijita pudiese ser ilegal. La pobre preguntaba “¿y dónde está el amor?”.

Mi papá, que si le hubiesen regalado una guitarra en vez de meterlo a la escuela militar habría inventado el punk rock con décadas de antelación, estaba feliz. Él es un rebelde y esto lo encontraba súper divertido y consolaba a su mujer diciéndole “pero si igual se quieren”.

Al día siguiente aproveché de contarle a algunos amigos que me casaba y curiosamente todos quisieron ir al registro civil. Mi papá era lejos el más elegante. Declaró que había que “ponerle algo de seriedad a todo este asunto”. Una amiga me pasó un ramo de flores y entramos a la sala. La única solemne era la oficial. Al día de hoy veo fotos y todos estamos con ataque de risa. A la salida nos tiraron arroz integral.

Tras la boda vino la reacción de la gente. La cantidad de ofendidos por no invitarlos era sorprendente. Por más que les explicaba que no hubo tal, sino que un trámite ante una funcionaria y después un desayuno a la vuelta de la esquina, la gente estaba ofendida.

Mi abuela murió a los pocos días no sin antes avisarle a toda la familia que me había casado. Esto no es jauja m’hijita, debió haber pensado. En el funeral mis 11 tíos, 27 primos y sus tropecientos hijos me felicitaban mientras yo me sonaba los mocos de tristeza. A mi chico le tocó cargar el ataúd y en el almuerzo final el familión en pleno se puso a tararear el vals de los novios y el pobre terminó bailando vals con mi madre ante la negativa de la novia.

Así se cerró mi episodio nupcial. Han pasado los años y sigo pensando que el matrimonio se inventó por cuestiones prácticas y que el amor es otra cosa. Aún sigo casada con mi pololo y en Europa me tratan bien. No me arrepiento de nada. Sólo que a ratos pienso que me encantaría hacer una gran fiesta y celebrar que nos queremos mucho.