Tuve una vecina muy enamoradiza que de vez en cuando suspiraba y, casi como una canción, soltaba la pregunta: “¿hablemos de amor?”. Yo tenía 6 años y recuerdo que no sabía ni de lo que estaba hablando. Afortunadamente junto a todas mis amiguitas respondíamos a coro que no.
Pasaron más años y aparecieron los pololeos, los amores platónicos y con ellos las desgracias amorosas. Todos y todas se enamoraban y no había cuaderno sin un corazón que encerraba dos nombres y abajito las iniciales S.A.L. y A.J.O. que, si mal no recuerdo, correspondían a “se aman locamente” y “amor jamás olvidado”. Unos pololeaban, otros sufrían en silencio, otros se divertían mandando cartas o escuchando canciones románticas hasta convertirse en un sólo suspiro y yo con cara de póquer. No tenía idea qué pasaba.
Agobiada de tanta actividad especulativa a mi alrededor comencé a escribir mi nombre dentro de corazones y un signo de interrogación que pretendía bañar con un halo de misterio mi vacío amoroso.
Me empujé al pololeo por curiosidad documental. Tuve amores súper intensos que me exigían escribirles cartas de amor que yo respondía con anotaciones tipo lista de la compra sin tener más recursos que esos. Las cataratas de sentimentalismo que corren por los mares latinoamericanos me parecían tremendamente cursis. No sabía cómo articular el amor de un modo que me hiciera sentido y no conseguía entenderlo.
Entonces lo intelectualicé. Buscaba hombres con un marco teórico que me pareciera moralmente válido o atractivo. Caí en la categoría de personas que declaman que no podrían tener una pareja que escriba con faltas de ortografía o uno rubio o uno que no haya leído a Cortázar o uno que no baile y un sinfín de huevadas que devienen de la tontera y terminan en la neurosis más castrante.
Me fue pésimo. En mi safari amoroso pasé por toda la fauna de imposibles.
Hasta que un día, sin esperar nada, me enamoré. Y de uno que no aparecía en ninguna de mis listas de exigencias, uno que hasta iba en contra de todos los puntos en que debía cuadrar. Pero me enamoré. Fui feliz y amé como no pensé que se pudiera y como es parte del guión, sufrí como una perra, como no había sufrido nunca hasta entonces, de una manera que nunca me imaginé que iba a sufrir y por las razones que nunca se me ocurrió tener que hacerlo.
No encontré consuelo ni en Neruda ni en Franco Simone como tampoco en lo bares. Me sorprendí haciendo cosas y tomando decisiones que no me imaginé capaz y aprendí una cosa fundamental que me marcará para el resto de la vida: en el amor, no hay nada escrito.
Aquí les dejo una de amor: