Pongo dos ejemplos para desarrollar esta idea:
1) Una chica catalana le recomienda a un chico chileno uno de los lugares más libertinos de Berlín. El chileno va tomando nota excitadísimo, mostrando un interés picarón por ir a ese paraíso de la liberación sexual hasta que la chica le comenta que es un lugar gay. Hasta ahí no más le llega el interés. Se cierra en banda. Un hombre no va a un local de ese tipo si es un macho. End of the discussion.
2) En muchos bares europeos no hay división de baños por género. Hasta que no me topé con unas calcomanías que tachaban a un hombre haciendo pipí de pie y lo invitaban a hacerlo sentado, no supe que los hombres podían hacerlo. Habitaba en mí la extraña noción de que era un tema de infraestructura que no les permitía sentarse y de ahí que había que aguantar la odiosa tapa de w.c. siempre levantada. Atrévete si quiera a sugerirlo en Chile.
Alejandro Jodorowsky hablaba de la existencia de instituciones homosexuales. Léase la iglesia, los militares, los bomberos y súmesele trabajos como las parvularias, barrenderos o los mineros. Terrenos excluyentes, absolutamente tomados y dominados por un sexo: los nenes con los nenes, las nenas con las nenas.
Amplío la idea Jodorowsky a conductas, tradiciones, leyes y creencias.
Para hacerlo estrictamente chileno, piensa en nuestro sistema de votación propio de un país en guerra, que divide a los ciudadanos por género en cada sede. Sáltate, si quieres, la barrera de militares con metralletas que los franquea, que no va al caso. Aunque un poco sí.
O piensa que hasta hace muy poco, Chile tenía un macabro sistema de salud privada que castigaba -duplicándole el precio- a las mujeres en edad fértil como si en el embarazo no mediara un pene. La (i) lógica era: las mujeres se embarazan ergo son más caras. Cosas de mujeres.
Lo anterior encierra una idea nacional que establece a rajatabla una diferencia entre ambos géneros que es más que cuestionable. Pero el problema es que precisamente no se cuestiona.
Tenemos como institución los clubes de Lulú y de Tobi y todo un manual de socio que se desprende de ellos. No es que aquí en Europa no los haya, simplemente no tengo una red social involuntaria tan grande como allá. Tampoco esos manuales de Carreño, devenidos en Cartas Magnas, disponen de legitimidad social y la visibilidad comunicacional que en Chile. Son pan de cada día las columnas de opinión en medios importantes, titulares de prensa, declaraciones de presidentes, ministros, peatones y deportistas perpetuando dogmas castradores disfrazados de chiste (ese humor carcelario tan nuestro) que establece qué es estrictamente femenino y qué masculino. Lo demás, de “maricones” o “marimachos”. ¡Bufff!
Ideas erróneas de zanjan con un “cosas de minas” o “cosas de hombres”. Hay asuntos sólo de ellas (como las ensaladas y la lavada de platos) y otras que tienen que hacer solamente ellos (como el fuego y la parrilla). Y no hay discusión. Mujeres sobrepasadas con la profesión, el culto al físico, la crianza y el hogar suspiran un lastimero “él igual me ayuda”, como si él fuera manco. U hombres superados por tomas de decisiones o manutenciones que son compartidas. Se considera normal que ellas se junten a despotricar contra sus maridos y que ellos se desvivan por sus amiguetes del fútbol, el colegio o la pega en desmedro de sus compañeras.
Afortunadamente me críe en un mundo muy mixto. Pero reconozco que desde que me enamoré de un hombre amamantado por el feminismo centroeuropeo, me liberé enormemente de las odiosas restricciones machito-hembrita tan comunes en los países religiosos y/o autoritarios como el nuestro.
En todo caso, no hay que salir de Chile para permitirse pensar que un hombre lavando los platos o haciendo la cama es tan normal como una mujer conduciendo el camión de la basura o repartiendo cartas. Que una chica no se depile da exactamente lo mismo, tanto como si un hombre saluda de un piquito en la boca a sus mejores amigos. Claramente hay cosas que le interesan más a unos que a otras, pero el asunto es que no existe amenaza alguna en cruzar esa frontera. Nadie deja de pertenecer a un sexo a menos que renuncie deliberadamente a éste. No te pueden echar. Y con eso, no hay chiste que valga.