Caminando por el barrio

Hoy se cumple exactamente un mes desde que regresé a Barcelona, tras medio año viviendo en Santiago. No había vuelto por tanto tiempo a mí país desde que me marché en 2001. Escribo esto más por un ejercicio de nostalgia y con ganas de reivindicar el barrio:  una estructura que la explosión urbanística desmedida, el  culto al auto y a vivir cercados, ha prácticamente borrado de mi ciudad natal.

Hace cerca de 7 años que mi campamento base está en el mismo edificio. Es una construcción modernista de 1903, preciosa, de siente pisos (que aquí se dice plantas) y que -por chanchullos catalanes para construir más del límite permitido-, al primer piso se le dice Entre Suelo, al segundo Principal y de ahí pa’ arriba empiezas a contar. Vivo en el 3º, 1ª que se lee tercera planta, primera puerta, pero en rigor es un 5º y sin ascensor. Cada vez que me viene a ver algún amigo desde Chile queda boqueando. Y reconozco que si hubiera un temblorcito de mierda, el edificio se viene abajo

Cuando llegué vivían casi sólo familias catalanas o españolas. Mi barrio ha cambiado muchísimo. Me contaron que siempre fue un barrio obrero, que en los tiempos convulsos de la Guerra Civil era un frente de los rojos y cuando los fascistas desembarcaron en Barcelona mis entonces vecinos saquearon la iglesia e hicieron barricadas con todo lo que encontraron dentro. Terminada la guerra, muchos republicanos fueron deportados a los campos de concentración nazis. Francesc Boix, otro vecino, aprovechó un vacío de organización de sus celadores y fotografió el terrible centro de exterminio austriaco de Mauthausen donde estaba relegado. Sus fotografías fueron cruciales para condenar a los jerarcas que intentaban desmarcase una vez termina la Segunda Guerra Mundial.

Durante el franquismo el Poble Sec se convirtió un poco en la zona de lo prohibido. Separado del resto de la ciudad por la Avinguda Paral.lel, ahí se instalaron todos los cabarets y teatros de variedades y bodegas,mucha gente de izquierda, homosexuales y parias en general. En esos años corría por las calles para llegar a su casa un chiquito que luego se convertiría en el catalán más conocido en Latinoamérica, Joan Manuel Serrat.

Yo llegué hace siete años y el barrio ha cambiado muchísimo. Sigue teniendo familias catalanas y españolas de toda la vida, pero han ido llegando muchos árabes, dominicanos, europeos, y como yo, varios de países andinos. Los niños van todos con poleras del Barça y en sus pichangas, ordenan los equipos por sus países respectivos. Los almacenes venden yuca, “queso latino”, horchata, pistachos, gazpacho, cilantro… El reggaetón es la banda sonora durante la semana, aunque muchas veces pasan coros del barrio, batucadas o gitanos cantando paso doble. Mi edificio ha sido tomado lentamente por unos luthiers uruguayos. Los últimos vecinos en llegar han sido unos chilenos que están con la zampoña y la flauta revisando versiones del llanto nuevo todo el día. Aún no sé muy bien cómo tomármelo.

La gente mayor se queja de que el barrio ha cambiado, que ya no es lo mismo.
Para mí es un ecosistema que me alivia la vida y que convierte la calle en vida. No sólo en tránsito. Y aunque la gente se sigue quejando y siguen peleando, todos coexisten, viven, aman y mueren.

Cómo me gusta vivir en un barrio…

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