Oda al Aburrimiento

Apenas salimos por la moderna autopista austríaca empezaron los recuerdos. El auto era enorme y ya no daba más de maletas. Mi hijo iba en su sillita especial para guaguas y yo apretujada entre él y un cerro de bultos. La autopista no tiene peajes, todo está automatizado y el auto tiene unos reproductores de DVD en el asiento trasero para hipnotizar niños.

Sólo serán tres semanas de vacaciones y llevamos demasiadas cosas y nada cabe en este auto para familias numerosas. ¿Cómo lo hacían mis papás? Entonces esa Panamericana precaria, de una sola vía, enmarcada por animitas y perros muertos se instala en mi cabeza. Viajamos en un Fiat 600 color verde paco. Mi papá va a delante con las rodillas a la altura de las orejas y los pantalones le aprietan por la postura. Alguna vez se le han rajado. Seguramente va rumiando. Salir de vacaciones lo pone de los nervios. Se ha pasado horas intentando encajar maletas para un mes en la playa y la maniobra se le da pésimo. Mi hermana, la Ely y yo vamos sentadas sobre una montaña de sábanas y frazadas. Nada de sillitas para niños, a veces me siento sobre la falda de la Ely que me mima desde los seis meses. Ella y mi hermana son más altas y creo que casi tocan el techo. Mi mamá teje desde el asiento del copiloto con una sonrisa plácida que proyecta al infinito.

 

Partimos por la Alameda y mi papá grita algo belicoso al pasar por La Moneda y luego acelera. Salimos de Santiago y todo rastro de civilización parece esfumarse de un minuto a otro así como las malas pulgas de mi papá. Empezamos a reírnos, a conversar y a cantar. Mi hermana y yo preguntamos compulsivamente “¿Cuánto falta para llegar?”.

Pasamos por la Quebrada de las Chilcas y mi corazón se dispara de miedo y excitación porque quizás veremos al Ermitaño de Llay Llay. El auto termina la bajada y ahí está él, un ser café grisáceo de pies a cabeza parado como una estatua de barro sobre la berma. ¡Cómo nos gusta ese hombre! Especulamos sobre lo que come y donde duerme. Nadie se traga mucho eso de que es un médico traumatizado.

El destino está ya a 100 kilómetros y con los recursos existentes tardaremos como 3 horas en llegar. Aún falta la cuesta del Melón. Entonces mi papá acelera y acelera. Creo que está de pie sobre el acelerador. Hace maniobras osadas, insulta a todos los autos que se cruzan y batalla contra los camiones. Mi papá siempre ha sido así. Todo desafío se lo toma como a un enemigo al cual doblegar y así le ha ido con la computación…

En la cuesta hace caso omiso a las señales de tráfico. Quedar atascado detrás de un camión lento y pesado es una pesadilla. El Fiat 600 va como una pulga. Me divierte mucho ver como conseguimos hacernos paso entre ese desfile de elefantes.

Hasta que nos para un paco. Documentos, por favor, dice el oficial antes de recitarnos la lista de infracciones que ha ido anotando desde la vista privilegiad que le da la cima de la cuesta. Mi papá se indigna. Gesticula. Grita. Le dice ¡Asesino y torturador!, y todo el asiento trasero tiembla por su destino. Tengo pánico que hagan desaparecer a mi papá. Además, su apellido empeora las cosas.
Mi mamá, sigue tejiendo serena y sonriendo nos dice:

“Tranquilas niñitas. En la Unidad Popular les decía comunistas de mierda”.

Milagrosamente mi papá sigue con vida y continuamos el viaje. Entrando al peaje les dice: Cafiches del Estado mientras espera esa boleta rectangular con un dibujo que me encanta coleccionar.

Sacamos el Condorito y nos ponemos a leer los chistes en voz alta. Mis padres no lo pueden soportar y nos inventan concursos. El ‘Cuántos escarabajos amarillos vemos’ es entretenido pero no tanto; ‘Quién ve primero el mar’ me encanta hasta el día de hoy pero el más eficaz para los fines silenciadores es el Juego de la Pastilla. Consiste en meternos un dulce en la boca y gana al que le dura más. Para eso hay que dejar la boca como momia. Salivar te juega en contra. Nos quedamos así lo que queda del viaje. A ratos mi viejo grita:¡Piloto Automático! mientras aprieta el encendedor y suelta las manos del volante. Las de atrás gritamos de miedo.

Desconozco si estos recuerdos se ajustan medianamente a la realidad. Pero sí creo que esos eternos viajes a Pichidangui, sin más recursos que la humanidad, me ayudaron infinitamente a desarrollar la imaginación.

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