Creo que mis primeros choques culturales fueron relativos a eso. La hermana de un amigo teutón estaba embarazada y no le iba a contar a nadie hasta pasados los tres meses. Yo no lo podía entender. Primero no entendía cómo se podía aguantar y luego no lograba entrar en mi cabeza cuál era la razón de tanto silencio.
Otra imagen que tengo es hacer aquí uno de mis primeros curriculums y poner que era soltera. “¿Y eso qué tiene que ver?”, me preguntó un amigo español. No se me había ocurrido que no había que ponerlo, que no sumaba ni restaba nada a mis capacidades. Tenía clavada una entrevista laboral en EMI Chile en que el señor de Recursos Humanos me interrogó buena parte de la entrevista de por qué no tenía novio y si quería casarme y luego tener familia. Y otra igualita para hacer ¡la práctica! en El Mercurio.
Los años fueron pasando conmigo en Europa y cada vez que iba a Chile comenzaba a sentirme más incómoda por las preguntas que en mi día a día no tenía que contestar nunca. También empezó a chocarme el tratamiento de la prensa; sin cubrir la cara de los niños o esconder sus nombres. O la cobertura sobre juicios en proceso, condenando a la gente anticipadamente tan sólo por exponer todos sus datos.
En las campañas políticas en Chile se saca a toda la familia, amigos y conocidos. En España, al político y como mucho a la esposa. En Portugal, los candidatos no comparten ni siquiera la sonrisa.
En España todos hablan en la calle de que si han follado o no, o que si les gusta tal o cual postura sexual con total despapajo. En Cataluña, enumeran a viva voz cuántas veces han cagado y el tamaño. En Chile, ninguno de esos temas se dan con tanta soltura Se ponen límites. Pero si uno conoce a alguien probablemente en 20 minutos te contará el drama de su vida. En Barcelona, después de 48 reuniones quizás te tira una sinópsis censurada.
Aún así, en las conversaciones que uno oye al pasar tanto chilenas como ibéricas, siempre se está hablando de alguna persona. En Austria, Alemania o Inglaterra, rara vez.