Hace seis años que vine a Islandia. Entonces era uno de los países con la mejor calidad de vida del mundo y, además, uno de los más caros. Aquella vez me impresionó muchísimo esta sociedad y hoy me vuelve a dejar sin habla.
A algunos les suena Islandia por Björk o por Sigur Ross y desde hace unos años por Emiliana Torrini. Es una isla entre Inglaterra y Groenlandia donde viven 300.000 personas. Su economía es primario exportadora (el bacalao) y les sobran agua que da gusto. Al igual que en Chile, tienen muchas aguas termales y los geyser están a patadas; de hecho, la palabra es islandesa. Han aprovechado la energía geotérmica para calefaccionar los hogares y la ducha huele a azufre.
Escribo esta columna en un insolente día de verano con una luz que no se irá jamás hasta que llegue el otoño. Estoy en la cafetería de una de las decenas de librerías esparcidas en el enano centro de la Reykjavic que no llega a ser ni medio Parque Arauco. Sigue siendo casi igual pero veo, eso sí, un acento ansioso hacia el turismo que antes no existía.
Helga, mi histórica amiga islandesa ha regresado a su país natal después de la devastadora crisis económica que llevó a la nación a la banca rota.
Desde que vine a verla en 2004, ella ha vivido en Barcelona, Grecia, París, Tarragona y Edimburgo. Es lingüista y debido a la inmensa industria editorial de un país tremendamente lector, siempre está traduciendo libros. Decidió volver a su país cuando estaba en llamas. “¿Por qué?”, le pregunté. Mal que mal la conducta es a la inversa, la gente sale en estampida cuando se hunde el barco. Es difícil olvidar la marea de argentinos heridos por el corralito.
Helga, que es muy sabia, me dijo: “Me fui de Islandia cuando la gente lo único que hacía era hablar de inversiones, créditos, dinero, hipotecas y negocios. Era un agobio. Todo era gastar y gastar. Quise volver porque ahora la gente habla de ayudarse, de compartir y se pregunta cómo está, por lo mismo se ha vuelto increíblemente creativa”.
Su frase la constato al perderme por estas calles con edificios iguales a los de Valparaíso o Castro, casonas de madera, con sus dos o tres pisos chapados de planchas de metal. Hay diseño, cafés, galerías y una explosión de industrias creativas que iré narrando desde ahora hasta que me vaya.
La frase en una camiseta ilustrada por la fumarola del volcán que inmovilizó Europa hace unos meses lo resume todo: “No te metas con Islandia. Podremos no tener dinero pero tenemos cenizas”.
Les dejo esta maravillosa promoción de la oficina de turismo de la ciudad que habla mucho de la creatividad de esta isla. La música es de Emiliana Torrini y el propósito fue despejar el pánico desatado tras las fumarolas del volcán. Es por ello que incluyen desde turistas hasta pescadores: