Nunca entendí el sueño de casarse con un príncipe. De hecho, cuando Letizia Ortiz aceptó ser la mujer del heredero al trono, además estaba optando por abandonar su autonomía, su realización profesional, la delicia del anonimato y también exponía a su familia al apocalíptico acoso de los medios del corazón españoles y de paso los convertía en objetivos terroristas.
La vida de las princesas es un asco. Desde la anoréxica Sisi, que murió acuchillada por un anarquista italiano o María Antonieta guillotinada por los republicanos, o el desaguisado de Mónaco con playboys y nobles alcohólicos, para terminar en el culebrón de Lady Di, dejan constancia que lo de casarse con un príncipe es un mal negocio.
Hasta que llegó Fergie, la colorina divertida y vulgar, que tras divorciarse en buenos términos (pese a que le puso el gorro bien fotografiado por paparazzis) de su príncipe Andrés seguía su vida con noticias simpáticas como sus libros para niños. Pero el fin de semana pasado estalló la bomba.
Un video dejó constancia en cómo la Duquesa de York aceptaba muuucha plata de un periodista disfrazado de empresario árabe a cambio de ponerle en contacto con su ex príncipe, quien es el representante especial del Reino Unido en comercio e inversiones.
Independiente del escándalo, lo que ha hecho Fergie es claramente un pituto que tiene que haber hecho desde hace un tiempo. Entonces, recojo una reflexión que me dijo una chica catalana a propósito del caso: “Por fin una buena excusa para casarse con un príncipe”. Toda la razón.