El fin de semana pasado fuimos a su boda. Ella es cubana y como tal no tiene ni una sola posibilidad de encontrar trabajo sin papeles de residencia. Entonces, como muchos sudakas, africanos y personas procedentes de países pobres, optó por casarse. Intentó regular sus papeles contra viento y marea (o contra Fidel y la UE) pero le fue imposible y finalmente fue con su novio al registro civil de Valencia e intercambiaron firmas de manera muy discreta.
Cuando le contaron a la familia del novio todos pusieron el grito en el cielo. No porque no les gustara ella ni porque pensaran que el matrimonio fuese una cosa muy seria e importante sino porque debían hacer una boda de verdad.
¿En qué consistía la boda de verdad? Básicamente, en una boda de mentira.
La familia del novio no exigió casorio eclesiástico sino que demandó una ceremonia -la que fuera-, novios vestidos como tales, cena y fiesta. Les regalaron dinero y objetos y el padre del novio se puso con todo para celebrar la unión de estos dos que ya se habían unido antes cuando se fueron a vivir juntos hace una pila de tiempo. La novia llegó de riguroso blanco, maquillada y peinada como nunca lo había hecho ni lo volverá a hacer. El novio la esperaba de elegante traje y corbata. Un hombre, lo más parecido a un oficial del registro civil ofició la boda en valenciano y los unió en amor eterno y todas las pajas posibles frente al ejército de tíos, tías, abuelos, primos y sobrinos del novio que no podían contener la emoción. Hubo lágrimas.
Para finalizar el happening, un maravilloso chelo nos acompañó hacia la puerta con la música de La vida es bella, una película sobre la importancia de la risa en tiempos absurdos.