Leo una columna de mi sabia hermana que se titula más sabiamente aún ¿Para qué se inventó la Escuela?.
Después pillo otra de Roberto Merino sobre lo mal que lo pasó yendo al colegio.
Sin hablar de lo mismo, ambas columnas cuestionan sobre algo que muchas veces los adultos nos saltamos: la necesidad irrefutable de ésta. Más allá de los test que miden la excelencia de algunos colegios, más allá de la PSU (farewell PAA), a veces nos saltamos una parte que no se mide con baremos de excelencia académica tan en boga y que apela a la felicidad del escolar.
Yo fui a esos colegios de élite, esos que lideran los rankings, donde van gente con dinero o familias que se desangran por asistir. Es uno de esos colegios que dentro de sus principios está el de formar líderes y blablablá y de paso te deja tan bilingüe como el que más. Más de alguna vez me han dicho que brillaría mucho en mi ridiculum o si es que pueden usar mi nombre para postular a sus hijos ya que se ve que en la gymkana de la admisión, ganas puntos con el nombre de un ex alumno, aunque sea tan poco lucido como el mío.
Mi experiencia escolar no fue traumática pero tampoco para tirar cohetes de alegría. En estos tiempos mundialeros recuerdo que por allá por los ochenta nos dejaban sólo ver los de Inglaterra, nos hacían izar la bandera del Imperio y cantar el himno a una reina lejana que poco le importaba nuestro futuro. También recuerdo que había un inspector que no nos dejaba abrazarnos- no physical contact here, decía amenazante-, que los directores se sentaban con binoculares a vigilarnos en el recreo. El hombre que atendía el kiosco se le ocurrió matar a unos ladrones a quema ropa por venganza y el colegio se organizó en pleno para que a los meses estuviera libre, sano, salvo y trabajando. Nunca se hizo eso por algún compañero que sus padres enfermaron o no pudieron pagar la desmesurada mensualidad. Todo eso me parecía lógico y con la adultez lo veo horrible.
Lo que más me disgustaba de ese colegio era que se dividía entre torturadores y torturados. La obsesión por la competencia y el liderazgo desconocía la camaradería, la solidaridad y la empatía. Además, con mentalidad de rugbista, establecía qué valores y qué intereses eran los destacables, por lo que la gran mayoría que quedaba fuera de este estrecho margen era descartado o tildado de nerd. Muchos compañeros míos lo pasaron pésimo. Pero realmente mal. Mal a ojos de directores, profesores, inspectores y alumnos, pero como en la formación de líderes no se conoce ayuda a la debilidad, nadie hacía nada. Y todos callábamos. Los líderes no pierden el tiempo en lloriqueos ajenos.
El colegio en cuestión sí tenía cosas positivas, claramente, pero contrastando con la gente que he conocido en la vida, lo del inglés se aprendía sin necesidad de izar banderas ajenas. Si vas a destinar a tu hijo a un sistema por más de 10 años, es mejor que evalúes bien otros factores, no sólo lo que dictan las odiosas listas de excelencia.
Entre SIMCE y PSU, está la vida de una persona.