Pues fui a la zona rubia de Barcelona que, al igual que en Santiago de Chile, trepa por las colinas hasta alejarse por completo del centro y sus comercios. (Contemplar al perraje desde las alturas es, en la cultura latina, aspiracional).
En la zona rubia no vi pakistaníes ni dominicanos, no hay locutorios, ni mucho menos esos deliciosos cruces comerciales del tipo peluquería verdulería, sobran las plazas verdes con poca gente, hay mucho coche, poca bici y gran parte de los edificios de la zona se construyeron entre los 60 y los 90.
De pronto me sentí caminando por las calles interiores del santiaguino barrio de Providencia, con sus porteros pudriéndose de aburrimiento en edificios sosos, pegando manotazos a un periódico y con la única entretención de poder interactuar con el ballet de empleadas domésticas de rasgos indígenas enfundadas en delantales que a esas horas pasean niños rubios.
Pero no era Chile, era a 15 mil kilómetros al noreste, en Barcelona. Imaginé que muchas de ellas han venido hasta aquí a empujar el carrito de un niño ajeno, dejando los propios con sus abuelos, mientras le mandan dinero para comer. Igual que las mujeres que llegan a Santiago desde distintos pueblos chilenos o peruanos.
Claro que para llegar allí me tomé un tren rápido, limpio y a tiempo. Entonces en déjà vu se me fue al carajo.