Desde Freud hasta Billy Wilder, la intelectualidad austriaca tiene larga tradición en explicar perversiones humanas
Si miramos el mundo y distribuimos sus países en clases sociales, Austria sería parte de la elite. Podríamos afirmar que es justamente este factor el que hace que sólo tengamos noticias siniestras del país alpino (junto con Suiza y Bélgica): porque los crímenes entre los ricos dan más morbo.
Esta semana nos hemos desayunado con el espantoso caso del Monstruo de Amstetten y hace dos años con el de Natascha Kampusch y su secuestro durante ocho años. En menos de media década la nación alpina ha entregado macabrerías a la prensa como la madre que parió y asesinó a cuatros hijos y luego los escondió en el refrigerador comunitario del edificio donde vivía y nadie, ningún vecino ni conocido, alertó a la policía de que a esta mujer se le esfumaban los hijos al parirlos. O el caso de la jueza que encerró a sus tres hijas durante años en un sótano y las niñas, viviendo entre ratas, desarrollaron su propio lenguaje.
No podemos afirmar por lo anterior que es un país de pervertidos, aficionados a torturar al prójimo pero desgraciadamente hacen noticia por eso. Los intelectuales de Austria han dejado sendas huellas explorando precisamente ese oscurantismo, tan humano y a ratos austríaco.
En el diván
Uno de los pioneros en explorar la mente humana y sus perversiones fue nada menos que un austríaco, Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, revolucionario de la psicología contemporánea. Quizás si los vieneses no hubiesen sido neuróticos dignos de análisis Woody Allen nunca hubiese podido tirarse 15 años en un diván a delirar guiones. Pero curiosamente los austríacos no hablan de Freud. En el 150 aniversario de su nacimiento, sólo una exposición en su casa-museo se celebró en Viena.
No le reconocen el mérito y se quedan sólo en lo obsoletas de sus teorías basadas en la represión emocional y sexual. El desdén hacia Freud es tan grande que en la facultad de Psicología de la Universidad de Viena no hay cátedra de Psicoanálisis. Ya lo dijo otro austríaco universal, el escritor Thomas Bernhard que en 1982 publicara El sobrino de Wittgenstein, un relato atravesado por la crítica a su país:»Los vieneses, esa es la verdad, ni siquiera han reconocido hoy a Sigmung Freud, en efecto, ni siquiera han tomado nota de él, ésa es la verdad, porque para eso son demasiado pérfidos».
La premio Nobel
Escudriñar en las represiones y peor aún, meterse en sus sueños y pretender interpretarlos a punta de verdades y traumas es algo que se paga caro. Si no pregúntenselo al único premio Nobel de Literatura que tiene el país, Elfriede Jelinek. «La existencia en Austria es una realidad quebrada que se basa en una mentira», ha dicho una de las voces más críticas de su cultura actual. Alega que le temen a la verdad y que ella, de origen judío, nunca perdonará a Austria el asesinato de sus parientes.
Durante el gobierno de coalición con el partido del ultraderechista Haider, a principio de los noventa, Viena se empapeló de carteles que decían «¿Ama usted a Jelinek o prefiere el arte y la cultura?». Jelinek pertenece al grupo de intelectuales que han escrito acerca de la Austria nazi y se han ganado el apodo entre sus compatriotas de nestbeschmutzer («los que ensucian el propio nido»).
Y como no podía ser menos, Jelinek tiene fobia social y pánico al público. Es por eso que su discurso para recibir el premio Nobel lo hizo a través de una grabación.
En el cine
También austríaco es el director Michael Haneke, cuyo cine no es recomendable ni para el ánimo ni para los dientes. Es imposible ver una de sus películas sin que la mandíbula vaya de castañuela. El cineasta austríaco ha hecho de la asfixia existencial, la pulcritud centro europea y la aparente normalidad de la burguesía alpina un género de terror sin serlo.
Funny games, recientemente versionada por él mismo en Estados Unidos, es básicamente una masacre en la que ningún vecino se entera, no se muestra violencia y los psicópatas a ratos hablan con la cámara, sabiendo que se los mira.
Y por último, al austriaco Billy Wilder, uno de los más grandes cineastas de la historia del cine, se le atribuye la siguiente frase: «Los austríacos son unos genios. Han conseguido convencer al mundo que Hitler es alemán y Beethoven austríaco».