Roberto Bolaño dijo alguna vez que la ‘columna vertebral de Latinoamérica era el desamparo’; lo sabía en carne propia y lo dejó estampado en sus magistrales obras que tienen como escenario todo el mundo hispano.
Si uno busca el día de la muerte de Roberto Bolaño se encontrará con dos días distintos. En el año, el mes, el lugar y la causa no hay duda: en julio de 2003, en el hospital Vall d’Hebron de Barcelona, fallecía por complicaciones derivadas de una enfermedad hepática. Ya se sabía que su estado de salud era muy delicado, que estaba primero en la lista de trasplantes y que batallaba a contrarreloj para terminar 2666, sin duda, su proyecto más ambicioso. Todos sus seguidores esperaban que cayera el bendito hígado pero Bolaño cayó primero.
Para los europeos murió a las 2:30 de la madrugada del día 15 de julio. Para los latinoamericanos, su corazón cesó al mismo tiempo pero seis, cinco o cuatro horas antes, en la noche del 14 de julio. Las diferencias horarias son minucias cuando desaparece una leyenda. Así que Roberto Bolaño, escritor nacido en Chile, educado en México, vagabundo, desterrado y paria radicado en Cataluña murió el 14 o el 15 de junio, según como quieran mirarlo.
El ladrón de libros
Había nacido en Santiago de Chille en 1953 y desde muy pequeño se había impuesto ser escritor. No le interesaba la escuela y a menudo se saltaba las clases para ir a bibliotecas o librerías donde pasaría valiosas e interminables jornadas que le ayudarían a aguzar la técnica para robar libros, un elemento que sería clave en su desarrollo intelectual.
En un principio, sólo podía robar los que estaban más a mano pero, afortunadamente, aquellos libreros del sur de Chile no entendían de marketing y se pegaban el lujo de tener ediciones peregrinas, extrañas, exquisitas y en vías de extinción. Así conoce a Pierre Louÿs y a otros escritores franceses de fines del siglo XIX y comienzos de XX.
A mediados de los sesenta su familia se traslada a Ciudad de México. Tenía 13 años y el viaje sólo le hizo encerrarse más aún en la lectura. La ascensión de Salvador Allende al poder emocionó mucho al joven Bolaño y en el 73, dispuesto a armar la revolución izquierdista que salvaría a América Latina, nuestro héroe se embarca en un interminable viaje (cerca de ocho mil kilómetros) desde México hasta Chile, en autobús, autostop y barco, con tan mala suerte que unas semanas después de su llegada a Santiago de Chile, Pinochet y sus hombres tomaban el poder. Allende se borra de un balazo y comienza la macabra cacería ideológica que se extendería durante 17 años.
Al campo de prisioneros
A los 20 años, Bolaño ya estaba fuertemente empapado del estilo de la juventud mexicana de la época. Sus botas, el pelo largo y los ocho mil kilómetros que llevaba a cuestas eran sinónimo de guerrillero para cualquier militar con paranoia. Naturalmente, lo detienen y es encerrado en un campo de prisioneros en el sur de Chile. Esa experiencia lo inspiraría para el cuento Detectives, del libro Llamadas telefónicas y la novela Estrella distante.
No duró mucho en el campo. «¿Tú erís Roberto Bolaño?, ¡Hola poh huevón! ¿Qué hacís aquí encerrao?», le dijo probablemente aquel policía que custodiaba en centro de detención. Era un antiguo compañero de la escuela que lo reconoció y lo ayudó a salir de allí.
Al poco tiempo regresó a México y se juntó con sus amigos amantes de la poesía. Con la rabia del fracaso a cuestas, fundaron el Infrarrealismo, un movimiento artístico que se proponía como vanguardia, rechazando «la mafia de la literatura mexicana», encabezada por Octavio Paz, la vaca sagrada de las letras de México. Ese desprecio lo conservaría siempre y sus víctimas fueron notorias, desde «la escribidora» Isabel Allende hasta el mundo editorial español.
El manifiesto de los infrarealistas era tan delirante como intrascendente fue el movimiento, pero la frescura y la rabia que salieron de allí se pueden disfrutar en este extracto del 1er manifiesto (1976), firmado por Bolaño:
«La muerte del cisne, el último canto del cisne, el último canto del cisne negro, NO ESTÁN en el Bolshoi sino en el dolor y la belleza insoportables de las calles. Un arcoiris que principia en un cine de mala muerte y que termina en una fábrica en huelga. Que la amnesia nunca nos bese en la boca. Que nunca nos bese. Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando…¡DÉJENLO TODO, NUEVAMENTE/ LÁNCENSE A LOS CAMINOS!«.
El nóbel latinoamericano
De aquella experiencia, junto a su inseparable amigo el poeta Mario Santiago, correrían ríos de tinta en sus trabajos posteriores, llegando a su máxima expresión en Los detectives salvajes, donde Ulises Lima (Santiago) y Arturo Belano (adivinen quién) protagonizan una de las novelas más importantes del escritor. Los Detectives lo llevarían al más alto reconocimiento de las letras latinoamericanas, el premio Rómulo Gallegos, en 1999.
En su discurso de agradecimiento por el premio, Bolaño escribe un magistral y conmovedor pasaje sobre su propia vida y obra: «Todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del 50 y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era».
«De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados, luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski o éramos trotskistas, pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos,como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados».
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