Cuando eres extranjera tienes que lidiar con una infinidad de cosas que jamás pensaste. No sólo en el territorio que te acoge, que es de esperar, sino que con el que dejas y eso es lo que más asombra. La diferencia es constante y eterna. Por estos días, por ejemplo, me llegan correos fríos, tritones, congestionados y oscuros desde Santiago. Y yo los leo con tres ventiladores disparándome a matar, un calor sofocante y una humedad que no me deja dormir.
Los contrastes se hacen más latentes cuando vuelvo a Chile de vez en cuando. Como me fui sin ninguna razón “oficial” recuerdo que las primeras visitas debía contestar siempre a la pregunta de si estaba haciendo un MBA. Luego al por qué me había ido. Como si para moverse hay que tener una razón.
Los años fueron pasando y la pregunta del MBA, el magíster o el doctorado desapareció y el comentario del “ya no vuelves más”, se instaló para quedarse. Como si uno en la vida tuviese tan claro qué viene después. El comentario compulsivo de “está lleno de chilenos en Barcelona” afortunadamente se esfumó. Lo curioso era que nadie nunca preguntaba “¿Por qué tantos chilenos optan por ir a Barcelona?”.
En cada visita, más matrimonios y más guaguas. Como una coreografía. La pregunta sobre si tendré o no hijos, que no he tenido que contestar en 9 años de exilio, en Chile tiene la frecuencia de preguntar por el nombre. Por otro lado, las conversaciones emocionales corren como agüita fresca.
En estos años me he dado cuenta que somos un país muy criticón, muy duros con nosotros como sociedad, con poca tradición de diálogo y mucha de chiste. Aún así nunca pensé que Chile cambiaría tanto en 9 años. No sé si España, Austria o Alemania lo han hecho.
Me emociona caminar por las calles del centro y ver parejas homosexuales tomadas de la mano. Creo que eso es efectivamente una señal de desarrollo.
Es curioso. Pienso que a veces, el país de uno es como un cuadro impresionista. Si te alejas, puedes apreciarlo en toda su expresión.