Ayer tiene que haber sido el domingo más emocionante del que muchos tengamos memoria. “Estamos bien en el refugio los 33”, es la frase más feliz que jamás pensamos leer.
Desde la calurosa noche barcelonesa me entero de esta noticia. Llamo a mi familia que saltan en una pata de alegría. Me meto a twitter y es como si todos los chilenos que sigo estuviesen gritando en el living de mi casa. Es una cosa increíble. Entro a los diarios, veo fotos, la del papelito, los familiares que se abrazan, la bandera por todos lados, leo noticias, escucho al Presidente, a la mujer del minero que lee una carta. Me meto a una radio chilena y escucho testimonios de chilenos contentos, de familiares emocionados, gente que llora, otros que gritan de alegría.
La noticia ya ha dado la vuelta al mundo y aparece en la BBC y todos los diarios españoles. En Chile todos festejan, muchos cantan canciones religiosas en una ronda presidida por un cura, otros tocan bocinas dando vueltas las calles. Nadie da detalles concretos de los siguientes pasos, nadie reporta acciones penales contra los dueños, no leo movimientos en el Parlamento de leyes para acabar con esta precariedad laboral que en septiembre cumplirá 200 años.
Ante el desamparo institucional, llorar y abrazarnos es el ritual que mejor se nos da. La emoción, el llanto, el festejo y todo unidos con la bandera. Es el minuto en que nos sentimos todos en el mismo saco, todos chilenos, sin mediar clases sociales, colegios ni colores. De capitán a paje todos llorando de contentos porque la emoción no tiene precio ni se paga en cuotas y cuando se libera como energía sísmica de cuando en cuando, nos deja con la ilusión de que somos mejores.
Algo habrá cambiado cuando la catarsis nos movilice a cambios más profundos. No basta con llorar, abrazarnos y gritar ¡Viva Chile!. Lo que ha pasado con los 33 mineros sepultados sabemos que no es la primera vez. Mueren más chilenos trabajando que por crímenes de sangre.
No puede ser que año a año la Teletón deje a medio Chile con el mentón tembleque durante 48 horas y los niños minusválidos estén a merced de una fundación y un espectáculo de televisión cuando es tarea de un País. No puede ser que los damnificados del terremoto sigan en carpas en zonas lluviosas y hayan de conformarse con un “VIVA CHILE, MIERDA”. No puede ser que tengamos índices macroeconómicos tan impactantes como nuestra desigualdad social y que nuestra clase media viva con angustia desde que se levanta hasta que se acuesta.
Creo profundamente en que Chile avanza. A su paso lento y prepotente con los más débiles, pero avanza. Quizás en unas décadas más hayamos abandonado la adolescencia. Por mientras, no olvidemos de organizar nuestra rabia, articular nuestro descontento y coordinar nuestras ilusiones.